En 2011, la mitad de familias empresarias que participaron en una investigación que llevó a cabo la Cátedra de Empresa Familiar del IESE no contaban con un protocolo familiar. Cuatro años después, me atrevería a decir que esta cifra habrá aumentado, a juzgar por lo que oigo en los encuentros sobre empresa familiar en los que participo regularmente. O por lo menos existe una mayor sensibilización por el tema.
Ya en aquel momento vimos que en las empresas de mayor tamaño, la existencia del protocolo familiar estaba más extendida: el 64% de las empresas con una facturación de entre 50 y más de 200 millones de euros decía contar con este documento para regular las relaciones entre la familia propietaria y su empresa familiar.
Hace más de dos décadas que se empezó a extender la idea de que las relaciones familia-empresa en una empresa familiar debían estar reguladas por un conjunto de normas y patrones de funcionamiento, es decir, por un “protocolo familiar”. Aún hoy me llama la atención que se eligiera un término que tiene tantas connotaciones de rigidez como “protocolo” para designar a este instrumento que, más allá de un documento escrito y flexible, debería ser el resultado de un proceso de debate y de un consenso familiar que va mucho más allá de la mera regulación de las relaciones familia-empresa.
En realidad, el protocolo es solo una parte de un acuerdo mucho más amplio, que establece un marco de convivencia común para la familia, la empresa de la que son propietarios o a la que se sienten vinculados y las personas que forman parte de ambas instituciones. El protocolo debería ser un documento vivo y flexible, que se adapte a la estructura, las dinámicas y los procesos que vive la familia empresaria.
Entender el protocolo simplemente como un reglamento escrito y detallado sobre lo que se puede o no se puede hacer en la empresa familiar es tener una visión muy limitada y poco realista de este instrumento de gobierno. Quien piense que este documento tiene por objetivo evitar que se crucen dos vidas, la de la familia y la de la empresa familiar, está muy equivocado. Es más: estas dos dimensiones deberían avanzar en paralelo. El vínculo entre ellas es demasiado estrecho como para pretender que sus caminos puedan discurrir de forma autónoma y sin interferencias: las decisiones de la empresa afectan a la familia y algunas decisiones familiares pueden afectar al negocio. Ésta es una realidad que hay que aceptar y asumir, pues negarla sirve de bien poco.
Teniendo esto en cuenta, sería recomendable que, antes de iniciar la redacción del protocolo familiar, la familia empresaria se asegurara de que todos sus miembros tienen una respuesta consensuada para estas cuatro preguntas:
- ¿Por qué queremos ser una familia empresaria?
- ¿Qué modelo de empresa familiar queremos tener, en lo que se refiere a las posiciones de los familiares en la misma?
- ¿Qué podemos esperar de la empresa de la que somos propietarios?
- ¿En qué circunstancias estaríamos dispuestos a ceder, parcial o totalmente, la propiedad de nuestra empresa familiar?
Ponerse de acuerdo en estos temas requiere un proceso de reflexión y debate conjunto entre todos los familiares que participan en el proyecto empresarial.
En vuestra familia, ¿contáis con un protocolo? Si es así, ¿qué papel juega a la hora de regular las relaciones familia-empresa? ¿En qué situaciones os ha resultado útil aplicarlo?